Ideología y nuevas ideas

El término ‘ideología’ es habitual en el debate público. No está libre de usos despectivos e inapropiados, y aun de los abusos que disminuyen las capacidades del lenguaje para permitir el entendimiento entre las personas. Recodar sus raíces etimológicas ayuda a mostrar su amplísimo y rico sentido. También puede oxigenar las simplificaciones reduccionistas que malentienden el concepto ‘ideológico’, como si fuera sinónimo absoluto de fundamentalismo y terror. Hay ideologías nocivas. Hay ideologías que afirman la vida. Ideología proviene de las voces griegas ‘idea’ (ἰδέα) y ‘logos’ (λόγος). Ambas carezcan de un equivalente exacto en las lenguas modernas debido a su amplia gama de significaciones.

En sus dos acepciones más corrientes, el término ‘ideología’ designa a la doctrina filosófica que estudia el origen de nuestras ideas y pensamientos. Las ideas no surgen por generación espontánea. Son el resultado de complejos procesos sociales, históricos, políticos, artísticos, económicos, científicos, etc. Nunca surgen de una vez por todas. Se consolidan y ganan claridad conforme alcanzan mayor ventilación discursiva. De ahí su segunda acepción más común: conjunto de ideas fundamentales que caracteriza el pensamiento de una persona, una colectividad o una época, o de un movimiento cultural, religioso, político, económico, etc.

La voz ἰδέα está relacionada con el acto de ver, la vista, lo visto y lo visual. Proviene del verbo ‘eido’ (εἴδω), que significa ‘ver, mirar, observar, reconocer’. Depurado su contenido más intelectual, gracias a la asociación con ‘comprensión, inteligencia, entendimiento’, εἴδω significará ‘pensar, inteligir’, sin abandonar su acepción de ‘sentir, tener sentimientos’, de donde derivan ‘creencia, opinión, parecer’, como adherencias de la mentalidad en sentido subjetivo. En sentido objetivo, idea relaciona conceptos que van desde ‘aspecto, apariencia, forma, carácter e índole de algo’ (cosa, objeto, etc.), hasta ‘modo de ser, género, especie, clase’ y aun ‘manera, medio y procedimiento empleado por alguien para hacer o conseguir algo’.

Por su parte, ‘logos’ proviene del verbo ‘lego’ (λέγω), ‘decir, hablar, expresar, conversar, nombrar’ y también ‘reunir, juntar, computar, elegir, escoger’, comprendiendo, entre otros, ‘lenguaje, razón, pensamiento lógico, discurso crítico’, pero también ‘fundamento, legalidad de las cosas’ (incluso de la naturaleza en general).

El término ‘ideología’, en suma, lleva en sus raíces la condición necesaria y primordial de que, para que sean visibilizadas, las ideas primero sean libremente expresadas. Discernir las ideas objetivamente involucra tratarlas de forma honesta, responsable y crítica. Solo así se alcanza su entendimiento y compaginación fructífera. Mientras más ideas concurran a este esfuerzo, tanto mejor: así se fortalece nuestra inteligencia y se amplían nuestros horizontes, enriqueciéndose nuestra comprensión del mundo y de nosotros mismos.

Importa el contexto donde nacen y se consolidan las ideas. Más cuanto que ideas nuevas son urgente y necesarias en estos tiempos para que la vida humana digna sea viable y sustentable. Los genios de la ciencia y el pensamiento —que existen, sin duda— son solo la punta de un iceberg que, en lo más profundo y amplio de su base, compromete a la humanidad toda: todos los seres humanos que han sido, que son y que serán.

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Filosofía y filosofías

La filosofía es exponerse a la incertidumbre. El filósofo es filósofo porque pone en suspenso las certezas aprendidas en el mundo que lo ha formado y lo ha nutrido para la actividad filosófica. Sin esa voluntad constante de abrir sus seguridades al ámbito donde las más firmes fortalezas se fragilizan y se vuelven vulnerables, sin esa práctica adherida al día a día, no hay filósofo que pueda llamarse tal.  

Sin duda habrá quienes piensen que algo de tanático y perverso hay en esa exposición. Pero la presencia “tanática y perversa” solo es transitoria y, bien vista, tiene una utilidad práctica. Es un punto de llegada y, a la vez, un punto de partida para más amplias miras, pues este aspecto no reduce ni concentra en sí la totalidad de la apertura al mundo que procura llevar a cabo una experiencia que pretenda llamarse filosófica. La filosofía se levanta siempre sobre los escombros del saber heredado, que es incompleto y contradictorio por más armonioso que aparezca su semblante de orden y armonía. Los debates teóricos, científicos y académicos son insumos para la filosofía, cuya fuente primaria siempre es el pensamiento reflexivo y autocrítico.

 Más allá de los tecnicismos académicos y la siempre desbordante erudición, la filosofía encarna en un individuo concreto que no por ser filósofo o dedicarse al quehacer filosófico, abandona o prescinde de su dimensión social y todas las dimensiones a ella adheridas. Al contrario, es en la comunidad donde la filosofía arraiga, donde arraiga también la actividad del filósofo: en ella se desenvuelven sus aprendizajes y sus saberes; ella le brinda el lecho para entregarse a la incertidumbre a la caza de sus más profundas inquietudes humanas, que no son solo suyas, sino que son universales, pues el filósofo, como enseña Platón, tiene una visión sinóptica y sabe que tiene que dar cuenta de la totalidad.

La filosofía como meditación tampoco agota ni constriñe todas las posibilidades de la filosofía. Aunque muy distinta de la filosofía académica o científica, la meditación filosófica no deja de adolecer de las mismas limitaciones: la presuposición de lo trascendente constriñe al pensamiento hasta impulsarlo a sus “máximos niveles” de abstracción. El pensamiento es más claro mientras más diáfanas fulguran las barreras que el lenguaje le impone a la expresión del pensamiento. Por ejemplo, el concepto “Dios”, que es una categoría común a la filosofía y a la teología, en la meditación se convierte en trascendencia que absorbe al pensamiento puro dejando de lado a la precaria subjetividad. En su afán por liberarse, el pensamiento crítico se enajena y se vuelve místico, esotérico, críptico. Solo en un segundo momento, tras un movimiento de retorno, regresa a la libertad y a la espontaneidad de la libertad.

Otra de las limitaciones que tienen en común estas formas de hacer filosofía es que la crítica suele ser exterior al pensamiento filosófico, por definición crítico de sí mismo o autocrítico. Lo que define al pensamiento crítico es la actitud de alerta permanente al fundamento de su inquietud como tal, es decir que el reconocimiento de su propia criticidad requiere la exposición de su propiedad de ser crítico. De eso se olvida la “filosofía aplicada” o “filosofía escolar”, que allana y simplifica la complejidad de la historia de la filosofía y el arduo e intenso debate que mantiene los filósofos y las filósofas desde hace muchos siglos. La filosofía crítica tiene conciencia de su propia historia y, precisamente por eso, puede observar sus continuidades y discontinuidades en el largo proceso que la estructura como columna vertebral de todo lo que sabemos hasta hoy. Solo así la filosofía puede estar abierta al futuro, pues ello le permite reconocer los desafíos que le ofrece el presente. 

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Armando Poratti, presencia de una ausencia

Armando Poratti es un filósofo argentino a quien acabo de conocer. Ha traducido varios textos de Platón y hace menos de una semana que encontré, en una estantería del Cercado de Lima, la traducción del Fedro que publicó con Akal el 2010. Hasta ese momento, yo solo había tenido noticia de sus traducciones anotadas y comentadas de la Apología de Sócrates y el diálogo Critón, publicadas por Biblos en 1993. La traducción del Fedro viene en edición bilingüe. Su castellano es una delicia. Me he puesto a buscar más libros suyos. Encuentro que nació en 1944. Me entero que también tradujo la República. Me entero que es docente en la Universidad Nacional de Rosario. Encuentro que hizo estudios en El Salvador, que formó parte de la oleada de la llamada filosofía de la liberación, la otredad filosófica de la teología de la liberación. Se desata el torrente de referencias. Encuentro una entrevista en YouTube: su dicción es firme y reposada; sus ideas, claras; su exposición, impecable. Breves artículos de su autoría están alojados en la web. Hay uno, muy particular, que trata sobre la muerte y la tematiza como la presencia de una ausencia. “Aparición con vida” se titula. Leo, disfruto y entiendo lo obvio: que el muerto no es un objeto ni una cosa, sino que sigue siendo parte de la vida de los vivos; pero no sé si estoy entendiendo bien. Me lleno de dudas. Muchos conceptos nuevos, que, sin embargo, siento familiares en la extrañeza. Continúo mi búsqueda. Quiero conocerlo más: saber dónde vive, tal vez buscarlo, hacerle una entrevista, que me cuente un poco sobre la historia de la filosofía en Latinoamérica… hasta que me topo con una noticia que me obnubila y me desconcierta: Armando Poratti falleció hace un año. Hace un año exacto. “Quisiéramos recordarlo como lo que fue: un gran educador, un gran maestro y un gran amigo”, dice un homenaje que le dedica el Centro de Estudios de Filosofía Antigua “Ángel J. Cappelletti” en agosto de este año. Entonces me pongo a escribir estas apuradas líneas en su homenaje, como una muestra de gratitud y respeto por su labor de toda la vida, y por este misterio de encontrarlo presente en la noticia de su ausencia.

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Tiempo de libertad

Leo una nota periodística un tanto enrevesada sobre el tiempo. Me produce un efecto divergente. La premura preside el estilo, un tanto descuidado y negligente. No contiene un argumento falaz, pero la claridad expositiva tampoco es su fuerte. No vale la pena volver a releerla tan pronto, pues sin duda quedará para el olvido, ya que es una nota para llenar una columna y cumplir con la disciplina del escritor. Pese a todas estas debilidades, su mayor mérito se observa nítidamente: plantea el tiempo como tema de reflexión.

La circunstancia es para alegrarse. Una reflexión sobre el tiempo tiene sus complejidades y no es muy fácil pronunciarse sobre ellas. Pienso en los argumentos de algunos filósofos al respecto y un interés latente en mí se actualiza. Una inquietud que responde a una perspectiva muy clara. Estoy convencido de que todo tiene un origen y a la manera de pensar sobre la base de esta premisa la llamo perspectiva genealógica. La convicción de que todas las ideas tienen un origen me resulta incluso placentera y hasta la encuentro útil para combatir fanatismos e intransigencias, pues también tienen su origen. Lo que quiero dejar en claro —y para eso traigo a colación estas cláusulas liminares— es que no interesa ahora la metafísica del tiempo sino, antes bien, el origen de nuestras ideas acerca del tiempo (entre las que están incluidas, naturalmente, las ideas metafísicas).

Una de las ideas más comunes al respecto, por ejemplo, es que el tiempo se puede medir. Las medidas del tiempo operan por segmentación o adhesión progresiva. El lenguaje lo atestigua: el segundo es la unidad mínima, según el sistema sexagesimal (en el que la unidad se expresa en sesenta). Pero resulta que también el segundo puede medirse a escalas de base diez (centésima, milésima, millonésima, etc.). Minutos, horas, días, semanas, meses, años, lustros, décadas, siglos, milenios… todos estos vocablos indican una magnitud numérica del tiempo, pues remiten a una cantidad. Por eso que el tiempo resulta mensurable. Sin embargo, podemos preguntarnos cuándo empezamos a nombrar así las medidas del tiempo. Más aún: ¿cuándo y cómo se midió por primera vez el tiempo?, ¿cómo se llegó a saber con certeza —si la hay— que un segundo dura exactamente la medida que lo contiene?

La explicación que se deriva de los múltiples movimientos de la tierra (rotación, traslación, etc., hasta el bamboleo de Chandler) no satisface mi curiosidad. No busco una explicación científica, pues finalmente la ciencia moderna, con sus descripciones geométricas y sus fórmulas lo único que consigue es ofrecerme imágenes no menos sugestivas que la poesía. Lo más que consigue es invitarme al asombro. Estoy pensando en el tiempo desde la filosofía del origen de nuestras ideas y la explicación de la ciencia tiene ideas ya sistematizadas que, sin embargo, no muestran el meollo de la cuestión. Podemos decir, por ejemplo, que el tiempo de la geometría y de la física está vinculado con el tiempo de las instituciones, pero que ambos son distintos del tiempo natural.

El tiempo natural es el tiempo del cuerpo: de sus procesos biológicos, es cierto, pero también de los procesos afectivos. Podríamos incluso decir que hay un tiempo psicosomático del que no siempre tenemos conciencia. Y hay un tiempo onírico, que es el tiempo del sueño, donde todos los tiempos coinciden superpuestos, trenzados y amalgamados es una sola materia indestructible. Este lenguaje para referirse al tiempo, no obstante, cae en los lugares comunes. Contamina el tiempo de espacialidad y de materia. La unidad del tiempo y del espacio es una unidad de síntesis que admite descomposición en sus elementos más simples. Ello quiere decir que podemos pensar al tiempo y al espacio por separado. No digo que sea el ejercicio más sencillo, pero es posible concebir un cosmos inmóvil donde el movimiento sea pura apariencia. O, mejor aún, un cosmos donde el movimiento de las partes no implique el movimiento del todo.

El tiempo de la vivencia y la vivencia del tiempo son dos hechos inauditos. Cuando decimos nuestra edad no hacemos uso sino del calendario solar. Treinta años equivalen, se supone, a treinta movimientos de traslación completos realizados por la Tierra alrededor del Sol (un movimiento que nunca se cierra sobre sí mismo, además, porque la espiral ascendente o descendente no pasa nunca dos veces por el mismo punto). Detrás de las palabras segundo, minuto, hora, etc. hay una compleja trama de conceptos que corresponden a la tradición matemática (¿por qué la esfera mide 360 grados, por ejemplo?). De ahí que se pueda hablar de un tiempo lineal y de un tiempo circular o cíclico, de un tiempo euclidiano y de un tiempo no-euclidiano. Pero con ello todavía no habríamos salido de los entrampamientos de la matemática. Más allá de este límite empiezan las mitologías, las religiones, las artes en general y entonces los creadores hacen lo suyo. Y todo sucede, como escribiera Octavio Paz, «mientras afuera el tiempo se desboca/y golpea las puertas de mi alma/el mundo con su horario carnicero».

El tiempo es una noción muy frágil. Nos conmueve cuando nos devuelve la conciencia de nuestra finitud. Y a menudo nos dejamos ganar por ese apabullante sentimiento que viene anejo a la conciencia de la muerte, la propia y la de los otros, sobre todo cuando son seres queridos. Sin embargo, cuando reparamos en los velos de ese sentimiento y lo vemos como una confirmación del sentir y de la vida, entonces podemos considerar al tiempo separado de nuestros sentimientos y en el ámbito estricto de nuestra comprensión de su concepto. Ahí podemos ver, enseguida, el horario como una institución aplicable a múltiples aspectos. El tiempo de la faena tiene su contrapeso en el tiempo del descanso y, sin más, hay tiempo para todo. Y si tiene un comienzo, también tiene un límite.

Ahora podemos volver la mirada más libremente sobre nuestras actuales circunstancias políticas y observar que el tiempo del silencio que oprime y se hace cómplice de la opresión ha llegado a su fin. Por debajo de él hace mucho que se percibía el espíritu de lucha que ha resistido siglos de injusticias y atrocidades. No porque gustara del placer perverso de regodearse en el yugo que le fue impuesto. En realidad gestaba su propia madurez para sacudirse de todas sus cargas. Mientras tanto aprendió a contemplar las múltiples posibilidades para que su acción fuera fructífera y pudiera situarse más allá de todas las reivindicaciones, integrándolas en el plano de universalidad que precisa el presente. El Perú está de fiesta y la ciudadanía saldrá a las calles en busca de un tiempo renovado: un tiempo en que la ciudadanía y el pueblo coinciden en una sola materia, el pueblo ciudadano, para recordarle al Perú que es una tierra de libertad, que es un pueblo libre e independiente que se reconoce democrático, pacífico y consciente de su poder para guiar los rumbos de la historia. Los políticos tradicionales no podrán desoír más que exigimos respeto por las instituciones democráticas y, con ello precisamente, que se atienda con celeridad la agenda social. Lo que veremos en las calles esta tarde de julio será una manifestación de la democracia sin contexto electoral.

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